"La crisis de gobernabilidad democrática y la consecuente debacle económica que ha venido sufriendo el país durante las primeras dos décadas del siglo XXI y sobre todo en la última, ha impulsado la emigración masiva de la población –buena parte de ellos egresados universitarios–, revirtiendo los logros alcanzados en años anteriores y descapitalizando al país y sus universidades"
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La Universidad venezolana se desarrolló aceleradamente a partir de 1958 cuando se dispuso la gratuidad de la enseñanza en las universidades nacionales financiadas por el Estado, lo cual favoreció el acceso universal a la educación superior, estableciéndose normas para la creación de nuevas universidades públicas y privadas.
El número de inscritos en las universidades se multiplicó por 36 en cuatro décadas, pasando de 22.000 alumnos aproximadamente (0,3 % de la población total) en las 3 universidades nacionales y 2 universidades privadas en funcionamiento en Venezuela en 1958, a más de 800.000 (3,5 % de la población) en cerca de 40 universidades, la mitad de ellas nacionales y la otra mitad privadas, en el año 2000. El número de inscritos y de universidades continuó su ascenso en el siglo XXI, con alrededor de 2.500.000 inscritos (9 % de la población total), según cifras oficiales, en casi un centenar de universidades en el momento actual.
En términos cualitativos hubo progresos muy significativos durante la segunda mitad del siglo XX. Los egresados universitarios jugaron papeles importantes en la modernización de la producción agrícola y pecuaria, la extracción y refinación de petróleo y el surgimiento y consolidación de industrias y servicios, contribuyendo al aumento de la producción, al incremento del acceso y calidad de la salud y la educación, la movilidad social, el afianzamiento de las instituciones, la disminución de los índices de pobreza, la expansión de los medios de comunicación y, en general, a la mejora de indicadores de desarrollo humano.
La crisis de gobernabilidad democrática y la consecuente debacle económica que ha venido sufriendo el país durante las primeras dos décadas del siglo XXI y sobre todo en la última, ha impulsado la emigración masiva de la población –buena parte de ellos egresados universitarios–, revirtiendo estos logros y descapitalizando al país y sus universidades, que atraviesan en este momento una situación deplorable y enfrentan retos formidables para su recuperación.
La Ley de Universidades consagró en 1958 la autonomía universitaria como principio fundamental, estableciéndola en el ámbito organizativo, para dictar sus normas internas; académico, para planificar, organizar y realizar los programas de investigación, docentes y de extensión necesarios para el cumplimiento de sus fines; administrativo, para elegir y nombrar sus autoridades y designar su personal docente, de investigación y administrativo; y económico y financiero, para organizar y administrar su patrimonio.
La ley dispuso también la inviolabilidad del recinto universitario como garantía para el ejercicio de la libertad de cátedra. La reforma de la Ley de Universidades en 1970 reguló la autonomía y permitió la creación de universidades nacionales experimentales con autoridades designadas por el Gobierno. En la actualidad, cerca del 60 % de los estudiantes universitarios son atendidos por estas universidades experimentales, con programas de estudio directamente controlados por el Gobierno, 20 % cursan estudio en universidades de gestión privada y otro 20 % en las universidades autónomas.
Los presupuestos asignados a las universidades nacionales autónomas, por otro lado, han sido en los años recientes francamente insuficientes, cubriendo apenas porcentajes mínimos de sus necesidades reales y provocando la migración de sus profesores hacia otras actividades o a universidades en otros países, así como una fuerte deserción estudiantil.
Adicionalmente, la elección de autoridades rectorales y decanales en las universidades autónomas ha estado obstaculizada judicialmente por más de 12 años, impidiendo la renovación de los liderazgos académicos y debilitando por tanto el desarrollo de la autonomía universitaria en Venezuela.
Para realizar el derecho humano a la educación superior no basta con garantizar el acceso equitativo, es necesario instaurar condiciones que aseguren la prosecución y culminación exitosa de los estudios. No basta con eliminar los exámenes de ingreso a las universidades –como se hizo por disposición gubernamental en 2009– si los alumnos de la educación media no tienen la posibilidad de desarrollar las competencias básicas de la comprensión del lenguaje o el razonamiento matemático.
La gratuidad, por su parte, no garantiza el acceso a los estudiantes de bajos recursos, si no se dispone de becas y servicios de residencias y alimentación, de presupuestos que permitan la inversión, la operación y el mantenimiento de las instituciones, y del pago de remuneraciones apropiadas al personal. Sin becas ni servicios que les permitan subsistir y estudiar, y con profesores que reciben salarios equivalentes a menos de 25 dólares estadounidenses al mes, no es posible garantizar el acceso equitativo a la educación superior.
La pandemia del COVID-19 exacerbó las brechas que ya existían en la educación superior en Venezuela. Mientras las universidades privadas pudieron adaptarse rápidamente y ofrecer sus programas en forma no presencial utilizando tecnologías de información y comunicaciones, las universidades nacionales, incapaces de cubrir los costos de equipos y conectividad y con comunidades de profesores y estudiantes con fuertes limitaciones de acceso a los servicios de internet, se vieron obligadas a paralizar sus programas docentes.
Por tanto, para algunas universidades privadas, la pandemia significó una oportunidad de progreso hacia la transformación, para la mejora de la calidad de sus programas, para la incorporación de profesores y estudiantes ubicados en localidades remotas, e incluso para avanzar en la internacionalización de su oferta.
Para otras universidades –las públicas– la pandemia significó una razón adicional para la pérdida de profesores y estudiantes, que vieron interrumpida su actividad académica por causa de los confinamientos y la imposibilidad de implementar las tecnologías de información con las que hubiera sido posible continuarla. En todo caso, entre los aprendizajes más importantes, estuvo la comprensión de la importancia fundamental de las tecnologías de información para el desempeño académico en el momento actual.
Pero por el otro lado, vista la rapidez con que se recuperó la presencialidad en aquellas instituciones que lograron sostener a distancia con prácticamente 100% de efectividad sus programas durante los confinamientos, que la experiencia universitaria va más allá de la transmisión de información: que la presencia física de la comunidad en aulas, laboratorios, talleres, auditorios, pasillos, plazas, cafeterías, campos deportivos o salas de conciertos mantiene su vigencia, y que la muerte del campus universitario y su sustitución por la educación superior exclusivamente a distancia –que algunos habían presagiado que ocurriría a corto plazo– está aún lejos de realizarse.
La competencia impulsa la mejora de la calidad, obliga a la optimización de los procesos y estimula el incremento de la productividad. Los rankings internacionales permiten comparar el desempeño de las instituciones y ponen en evidencia las diferencias importantes que existen entre regiones y entre los países dentro de una misma región.
En cuanto a la digitalización y la globalización, ambas contribuyen a la mejora de la productividad, pero ofrecen mayores ventajas a quienes están en mejor posición de aprovecharlas, por lo que aumentan las brechas económicas y de desarrollo. El conocimiento, por su parte, es el insumo de mayor valor para la producción de bienes y servicios y el crecimiento económico en el momento actual.
En virtud del rol fundamental de la educación superior para el impulso y la creación de conocimiento, no son los rankings, la digitalización o la globalización lo que podrá traer nuevas formas de colonialismo, sino las limitaciones que los Estados y las sociedades de los distintos países impongan al desarrollo de sus universidades, o las limitaciones que las propias universidades tengan que enfrentar para actuar como instituciones generadoras de conocimiento.
Perseguir la excelencia es ineludible para toda institución de educación superior. Perseguir la excelencia implica en el medio académico, como en cualquier otro ámbito, adoptar las mejores prácticas pensando globalmente y actuando localmente.
El desempeño de una universidad no se corresponde solamente con el rendimiento académico de sus estudiantes, con los trabajos científicos de su cuerpo profesoral o las citaciones bibliográficas de sus publicaciones, sino con la equidad y apertura con la que se administran sus programas, con el compromiso de la universidad con la igualdad y la libertad académica, y con el grado de satisfacción de sus grupos de interés o de responsabilidad social.
El aseguramiento de la calidad de la educación es una asignatura pendiente en Venezuela, un tema en el que hemos retrocedido aceleradamente en los últimos lustros. En la actualidad no tenemos sistemas de acreditación de las instituciones o los programas de estudio, ni disponemos de mecanismo alguno estandarizado para evaluar las capacidades, competencias o conocimientos de los jóvenes.
En Venezuela no conducimos pruebas PISA ni nada que se le parezca. A partir de 1984 los aspirantes a cursar estudios universitarios debían tomar la Prueba de Aptitud Académica administrada por el Estado, pero este requisito fue desechado en 2007; en 2009 el Estado limitó a las universidades públicas en sus posibilidades de administrar sus propios programas de admisión y en 2016 se proscribieron los exámenes de ingreso en las universidades públicas.
Desde 1970 el ingreso de estudiantes a la Universidad Simón Bolívar (USB), por ejemplo, había sido exclusivamente sobre la base sus calificaciones en la educación media y el resultado del examen de admisión, que medía fundamentalmente sus habilidades de razonamiento verbal y matemático.
A partir de 2016 la Oficina de Planificación del Sector Universitario ha asignado a los estudiantes en forma centralizada bajo criterios desvinculados con sus capacidades, competencias o potencial para el desempeño académico, y el resultado ha sido el abandono de los estudios por una muy elevada proporción de los alumnos de nuevo ingreso, al no poder aprobar los cursos de sus programas de estudio. Evidentemente, en Venezuela, el derecho de los estudiantes a una educación superior de calidad no se valora.
Los enormes escollos que han tenido que enfrentar las universidades públicas para cubrir sus costos, retener su personal, renovar sus liderazgos, mantener su infraestructura y operar en forma segura, han provocado la deserción de un número importante de estudiantes.
Algunos forman parte de los siete millones de venezolanos – cerca del 22 % de la población – que se estima han emigrado en los últimos años. Otros se han desplazado hacia las universidades privadas, cuyas dificultades para mantener la continuidad de su operación han sido mucho menores.
Una de las características de las universidades privadas es que su cuerpo docente es mayoritariamente a tiempo convencional, con escasa dedicación a labores de investigación y postgrado. Ante la precariedad de los salarios de los profesores en las universidades públicas, muchos de ellos han optado entonces por asumir tareas docentes en las universidades privadas, donde reciben remuneraciones mucho mayores.
Se ha establecido por tanto un flujo importante de migración de profesores y estudiantes desde las universidades púbicas hacia las universidades privadas y la consecuente apertura de nuevos programas en estas últimas, en detrimento de los ofrecidos por las primeras.
Los obstáculos son de diversa índole y en ausencia de esfuerzos sostenidos para lograr la integración regional, resulta difícil avanzar el propósito de alcanzar un espacio iberoamericano de educación superior. Las iniciativas de integración regional han estado dominadas por consideraciones geopolíticas o ideológicas, más que por el interés de alcanzar la integración de las naciones iberoamericanas mediante la búsqueda de mayores niveles de movilidad social, el acceso amplio y equitativo a bienes y servicios, la construcción de capacidades para el crecimiento económico y el bienestar social a través de la formación de personas y la generación, difusión y aplicación de conocimiento, y el fortalecimiento de las instituciones necesarias para la gobernabilidad democrática y la participación pública en la atención de los asuntos de interés.
El proteccionismo impone también barreras importantes a la movilidad de personas y al ejercicio profesional más allá de las fronteras nacionales. A estas dificultades se suman también las diferencias importantes de los sistemas de educación superior en los distintos países, que abarcan un abanico amplio de asuntos que van desde su cobertura, las fuentes de financiamiento y sus estructuras de costo, hasta los sistemas de aseguramiento de la calidad de los programas.
La movilidad estudiantil es un elemento esencial de la construcción del espacio iberoamericano de educación superior y la pandemia del COVID-19 incrementó muy significativamente la oferta no presencial. Los estudiantes tienen por tanto la posibilidad inmediata de cursar materias de sus programas de estudio a distancia en otros países, haría falta estimular el reconocimiento mutuo de los créditos académicos correspondientes en las distintas instituciones.
Un esquema de esta naturaleza sería una forma inmediata y muy económica para incrementar rápidamente la internacionalización de los estudios. La ampliación de la conectividad y las inversiones realizadas en tecnologías de información y comunicaciones favorecen también la colaboración académica y la cooperación científica, tecnológica y humanística de investigadores en los distintos países.
El aseguramiento de la calidad es un aspecto fundamental para la integración de la educación superior; los países que se han quedado rezagados en la implementación y despliegue de mecanismos de aseguramiento de calidad deben por tanto avanzar rápidamente, pudiendo para estos efectos adoptar y adaptar buenas prácticas desarrolladas en otros países de la región.
La consolidación de un espacio iberoamericano de educación superior podrá significar la oportunidad para que algunas instituciones conquisten segmentos de un mercado de la educación superior, o podrá contribuir a la construcción de capacidades, al crecimiento y consolidación de las instituciones en los rincones más recónditos de la región, y al desarrollo humano de todos sus habitantes. De cómo podamos desplegar nuestros esfuerzos dependerá la dirección a la cual sepamos dirigirlo.
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